El ‘qué’ del ‘cómo’ y el ‘cómo’ del ‘qué’

ÓSCAR FAJARDO

En ocasiones el orden de los factores sí altera el producto, caso de este titular que recoge, de manera sucinta, un cambio sustancial en nuestra manera de desplegarnos por la vida. La apabullante progresión tecnológica que crece exponencialmente día tras día, y que se expande con extraordinaria porosidad por nuestra sociedad y nuestros usos y costumbres, posee un enfoque procesual y no finalista. Esto significa que el objetivo se desplaza de la finalidad de los objetos creados al proceso que lleva a realizar dichos objetos. En palabras llanas, produce un desplazamiento, una anteposición del ‘cómo’ sobre el ‘qué’.

Antaño se partía de una finalidad clara, un destino definido al que arribar, y una vez establecida esa distancia entre la posición actual y la anhelada, se trataba de cubrir dicha distancia mediante la correspondiente aplicación de medios y técnica. En este caso, el proceso era el medio para llegar a ese fin, un enfoque finalista en el que el ‘cómo’ era la forma de llegar al ‘qué’. Así ha sido nuestra narrativa de progreso como seres humanos durante buena parte de nuestra historia.

Sucede que esa narrativa está sufriendo un cambio profundo en los últimos tiempos. El sentido finalista de ese ‘qué’ que expresa lo que deseamos lograr y se sitúa como destino último a cuyo servicio embarcamos nuestros ‘cómo’, pasa a estar al servicio de esos ‘cómo’. Así, vivimos en una continua sensación de versiones ‘beta’ que se lanzan sin un objetivo claro cada cierto tiempo, sin una función y una utilidad específica, y es en su uso donde van definiendo su presunta finalidad. No es un camino hacia un destino prefijado, sino una trayectoria aleatoria que puede desembarcarnos en un lugar o en otro. No se llega al destino por intención, voluntad y sentido de hacerlo, sino por una mezcla de azar y masa. Esto significa llegar a los ‘qué’ de manera no provocada sino accidental, no controlada sino fortuita, y consolidarlos no por su utilidad intencional y proyectada, sino por la capacidad que muestren para ser adoptados por una gran masa, para poseer un crecimiento exponencial y expansivo.

Por lo tanto, ya no partimos de un ‘qué’, de un fin al que llegar al que ponemos a trabajar unos ‘cómo’, sino que nos enredamos en una continua vida ‘en proceso’ que entrega versiones ‘beta’ que son lanzadas de manera constante a la sociedad, y que esta, sin saber qué hacer con ellas, las usa y desusa, hasta que una de ellas alcanza un punto de escalabilidad suficientemente rentable para que, a partir de ese ‘cómo’, construyamos un ‘qué’ que le otorgue utilidad, significado y sentido.

Nuestra sociedad se instala entonces en un modo de vida procesual donde lo que importa es fundamentalmente el ‘cómo’ se hacen las cosas y no el objetivo, el ‘qué’ deseamos obtener con ello. El resultado no es algo buscado sino hallado de manera aleatoria y casual. Lo único que importa es el proceso, no el dónde lleguemos. Acusamos así una incapacidad de proporcionarnos una idea común de futuro, una visión compartida de porvenir que nos provea de un horizonte liberador que nos permita levantar nuestra mirada y crear referencias en las que poder evaluar nuestros progresos, proporcionarnos un relato consistente como sociedad y notar que lo que construimos no es derruido en su totalidad al poco.

Cuando las sociedades operan con una mentalidad finalista, donde el ‘qué’ antecede al ‘cómo’ se convierten también en sociedades historicistas porque esa perspectiva conjunta de futuro que nos proporcionamos tiene en cuenta el pasado y, a su vez, va creando hitos históricos que se convierten en referencias. En cambio, las sociedades que están siempre ‘en proceso’, que llegan a los lugares de forma aleatoria y sin un fin previsto, no poseen anclajes en el pasado donde mirarse y compararse, por eso se convierten en sociedades ahistóricas, sin ayer ni mañana, donde solo se vive la eternidad del momento presente.

Esto produce un empobrecimiento en las propuestas intelectuales y de pensamiento que se realizan pues, para que estas calen, necesitan un anclaje histórico y una intención de futuro que no encuentran. En su ausencia, nos entregamos a un tacticismo que solo busca la visibilidad para sobrevivir.

Es esa misma ausencia de finalidad en lo que hacemos, esa alteración del orden que antepone el ‘cómo’ al ‘qué’ la que provoca que, progresivamente, el ser humano vaya convirtiéndose en una pieza más de todos esos procesos tecnológicos, vaya perdiendo el control sobre dichos procesos que él mismo creó y termine por estar sometido a la máquina y a la tecnología, bailando al ritmo del algoritmo de turno. A veces, los cambios más complejos comienzan con algo tan sencillo como volver a poner el ‘qué’ delante, y dejar de vivir en un continuo proceso.

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