ÓSCAR FAJARDO
Discursos del ascensor, definirse en pocos segundos, ser visibles porque, si no, no existimos y otras perlas de este estilo han capitaneado, y aún lo siguen haciendo, nuestra manera de relacionarnos con las cosas y las personas. El achique de tiempos y de espacios combinado con un incremento exponencial de la cantidad de cosas y de personas puestas a competir de manera despiadada y una expansión abrumadora de la tecnología han provocado que nuestro mundo se haya vuelto absolutamente taxonómico, que necesitemos etiquetarnos para ser rápidamente identificados y valorados.
Lo taxonómico, antaño trasunto de la ciencia biológica, ha dado el salto y se ha instalado de pleno en las ciencias humanas y sociales para convertirse en cuestión vehicular de nuestra forma de vivir. Si antes era el ser humano quien clasificaba y ordenaba el mundo animal, vegetal y mineral que le rodeaba, ahora es el propio ser humano el que se convierte en parte de ese mundo clasificado y ordenado.
Disponemos de poco tiempo para tomar decisiones, el espacio en el que podemos expresarnos es reducido, mucha gente y muchas cosas compiten por ese espacio y ese tiempo y, además, existe un soporte tecnológico que facilita su ordenación y clasificación. Todas ellas son variables que han conducido al ser humano a metamorfosearse en hashtags, en etiquetas específicas que le permitan ser fácilmente identificable y localizable. Hemos de comprimirnos en pequeñas etiquetas que permitan que se nos lea en pocos segundos, que se nos escuche en lo que dura un trayecto de ascensor, y que podamos ser localizados y visibles en el proceloso universo de los buscadores, de las redes sociales y de sus algoritmos de turno.
Una taxonomía que se manifiesta por igual en el conjunto de cosas que nos rodean, que forman nuestro hábitat material y cultural en el que existimos y con el que nos relacionamos. Los filtros para su búsqueda son cada vez mayores porque las categorizaciones crecen a la misma velocidad que la oferta disponible de dichas cosas. Ante la masiva producción de cosas, requerimos ordenación y clasificación. Necesitamos categorías y palabras que nos guíen y en las que encuadrar las cosas y encuadrarnos a nosotros mismos.
La taxonomía, cuando refiere a la biología, puede afectar a las especies respecto a la investigación que se haga de ellas, pero básicamente no altera su comportamiento. Es decir, una mariposa puede ser clasificada como sea, pero seguirá llevando la misma vida que siempre llevó. Es una ordenación que no afecta a su existencia. No ocurre así cuando es el propio ser humano y sus cosas las que se convierten en objeto taxonómico, puesto que en nosotros sí se produce un cambio en nuestro proceder.
De manera progresiva, las etiquetas y taxonomías se van consolidando e imponiendo como forma de ordenarnos, e intentamos modelarnos para tener cabida en ellas. Lo que queda fuera de la etiqueta, como si de un abismo se tratara, ha de evitarse porque, de lo contrario, no seremos visibles, entendibles ni identificables, ni tampoco competitivos.
Sin embargo, ocurre una paradoja, y es que cuantas más etiquetas nos proporcionamos para clasificar y ordenarnos a nosotros mismos y a nuestras cosas, más nos desordenamos. Por más que nos pleguemos y repleguemos a las etiquetas, el ser humano y sus creaciones (y que así sea por siempre) se salen de los márgenes en muchas ocasiones, y esa creación y esa persona quedan en un espacio que no es ni una ni otra categoría. Ante ello, lo encajamos a la fuerza para comprobar, con el paso del tiempo, que en esa categoría supuestamente organizadora y clasificadora acaban conviviendo personas y cosas que poseen más diferencias que coincidencias. Esto hace que dicha categoría ya no ordene, sino que contribuya en mayor medida al desordene.
Esto provoca que, por ejemplo, uno encuentre uno de mis libros en la sección de religión cuando nada tiene que ver (tan solo que esa editorial es de origen religioso, aunque publica desde hace años ensayo social), o que otro esté encuadrado en espiritualidad cuando no existe alusión alguna a ella en sus páginas. La consecuencia es que esa obsesión por la etiqueta y taxonomía lleva a clasificar donde no es a muchas cosas y personas y, por lo tanto, a confundir, desordenar y hacer inaccesible el conocimiento de ellas. Esta paradoja provoca un empobrecimiento de nuestra especie, primeramente, porque lo que se sale de los márgenes, al estar encuadrado en una categoría en la que apenas encaja, pasa desapercibido. Y, en segundo lugar, porque para no pasar desapercibido, personas y cosas limitan sus posibilidades a lo que más se ajusta a esa etiqueta que les permita ser localizadas.
El resultado es que lo diferente queda apartado y el resto es casi una réplica que solo busca diferenciarse en sus formas, no en su fondo. Y es que la taxonomía para el ser humano y sus cosas, la obsesión por clasificarnos para identificarnos, nos conduce a hacernos inidentificables a nosotros mismos.