ÓSCAR FAJARDO
Nunca he compartido aquello de que vivimos en una sociedad del conocimiento. Conocer supone penetrar en las cosas con profundidad, entenderlas, comprenderlas, asimilarlas e interpretarlas para, una vez asimiladas e interpretadas, poder ser combinadas con otros conocimientos adquiridos y crear nuevos conocimientos. Nada de esto se aprecia en nuestro mundo actual donde la velocidad y la rapidez son elevados a valor supremo y traen como resultado una fugacidad tan extrema que algunas cosas mueren casi al tiempo de nacer, o nacen directamente muertas. Esa incapacidad de maduración de los sucesos, acontecimientos y cosas va en relación proporcional con la imposibilidad de entenderlas, comprenderlas, asimilarlas e interpretarlas.
Cuando se etiquetan las épocas y los momentos de la historia, han de buscarse palabras que representen adecuadamente ese periodo, y para ello debemos emplear términos que reflejen bien el espíritu de ese tiempo, que recojan las cosas que se repiten con mayor asiduidad durante esa etapa y que poseen una influencia sistémica y decisiva en el devenir del mundo. Por eso, más que sociedad del conocimiento, habríamos de considerarnos una sociedad mediatizada.
Nuestra forma de existir, pensar, hacer y relacionarnos se ha visto directamente afectada y transformada por la hiper abundancia de medios de transmisión y comunicación de contenidos. Si Mcluhan levantara la cabeza, igual repensaba su famoso aserto de que el medio es el mensaje y lo reformulaba expresando que el mensaje se perdió en el medio. Muchos medios sí, muchos mensajeros, también, pero poco mensaje. La super abundancia de medios y posibilidades de comunicación multiplica por millones las voces y los mensajeros, pero no lo hace en la misma proporción que lo hace con la cualidad de los mensajes. En realidad, la relación es inversamente proporcional. Superado un determinado umbral (desconozco cuál es, pero imagino que alguien lo habrá calculado ya), cuantos más medios aparecen, más se empobrece el mensaje, menos original y más repetitivo se convierte. En este asunto, bien valdría la aplicación de esa ley de rendimientos decrecientes de la economía. A más recursos, en este caso más medios, superado un punto de equilibrio de cantidad y cualidad de los mensajes, el aumento de medios disminuye esa cualidad.
Este fenómeno de copia y pega, de reposteo y reenvío es cosa común y bastante definitoria de nuestros tiempos. Nos gusta, nos llama y atrae el contar o, mejor, recontar cosas a la gente. Hacer de transmisores de un contenido con tan solo apretar un botón ofrece un rédito emocional y placentero inmediato y supone poco esfuerzo. Repetido ese gesto por millones, termina por tejer una densa red mainstream de conceptos manidos, manoseados y metamorfoseados hasta dejarlos vacíos y carentes de significado.
¿Qué es lo que queda entonces? Palabras huecas que pierden su significado y las dejan inservibles para expresar lo que deberían expresar. Una vez gastadas, quien desee recuperar su significado profundo se verá imposibilitado para ello, y quedará al margen porque, o bien se pliega a ese vaciamiento y entonces es una nadería más, otro copia y pega, o se resiste e insiste, y entonces no es comprendido ni difundido, quedando al margen y con una nula capacidad de influencia.
Y en ausencia de esos pensamientos, de esas palabras profundas que no han sido copiadas ni pegadas, sino que contribuyen a crear conocimientos originales que nos impulsan a otros lugares y nos hacen progresar, la sociedad se mediatiza. No solo se mediatiza por el uso y abuso constante de los medios, sino porque queda absolutamente influida por esa cultura mainstream, esa cultura del copia y pega, transformando todo, de lo más banal a lo superficial, en memes y frases de taza y camiseta.
De esta forma, el pensador e intelectual, ese que ha de dedicar su tiempo a eso, a pensar, a intelectualizar, a iluminar mentes y a crear ubicaciones nuevas que nos dibuje destinos, queda ensordecido y acallado. Ese proceso es el que hoy nos impide encontrar, que las hay, esas luces que necesitamos ver para guiarnos en nuevos caminos. Si no queremos pasar de ser una sociedad mediatizada a ser una sociedad ‘me-idiotizada’, deberíamos cuidar a esos pensadores, procurarles su espacio y no permitir que su potencia intelectual se diluya intentando hacerse visibles. Es tiempo de encender luces, no de apagarlas.